17 feb 2012

Tormenta eléctrica

Aquí estoy, sentada viendo cómo mi vida se centrifuga en un punto de zozobras y certezas. Todo cambió esa noche, sin duda. Y ahora, luego de que sus manos me hicieron suya, luego de que su lengua marcó cada rincón de mi templo, luego de que sus dientes magullaron mi ignorancia, ahora se me hace imposible seguir sino detrás de ese cuerpo que cambió para siempre mi rumbo. Necesito irme, necesito repetir ese banquete todas las noches, necesito estar lejos de aquí y comenzar de nuevo. Necesito transitar este nuevo camino, estoy segura.

 Aquí estoy, sentada recordando todo lo que sentí esa noche. Lo que más me sorprende es que sentí tantas cosas y no pensé ninguna. Mi cerebro se desactivó. Mis ideas, juicios, tabúes, penas, límites, todo se fue a no sé dónde y dejó el sendero libre para que el amplio manto de mi piel se dedicara a sentir. Si todo lo que sentimos son impulsos eléctricos a través de nuestros nervios, entonces esa noche fue una tormenta eléctrica lo que azotó mi cama. Eran corrientazos consecutivos, indetenibles, inaguantables, celestiales.

Estoy tratando de recordar cómo es que llegó a mi apartamento. Cómo fue que me convenció. Cómo fue que me doblegó. Pero antes de ese momento en el que claudiqué, no recuerdo en absoluto nada. Sus manos estaban en mi cintura y, parada al borde de mi cama, me empujó hacia ella. Caí y por una breve eternidad sentí que no había gravedad. Mientras descendía hacia mi cama podía ver cómo sonaba sus dedos, como quien se prepara para una ardua labor. Podía ver cómo sus labios enmarcaban la sonrisa más perversa que he visto en mi vida. Podía ver cómo sus ojos destallaban de lujuria. Iba a ser suya. Finalmente mi espalda tocó el colchón.

Sus manos se posaron en mis gélidas rodillas, subieron y fueron apartando a su paso el vestidito que llevaba puesto. Apretó con fuerza mi panty y me la quitó bruscamente, me lastimó los costados de los muslos. Me gustó. Colocó sus manos en el borde de la línea del bikini y acercó su rostro a mi clítoris. Tomó una profunda inhalación y pude sentir como si a través de su respiración me robaba el alma, la voluntad, la vida. Mis brazos cayeron rendidos en la cama, abiertos, en una clara señal de entrega y sumisión. Se montó, entonces, encima de mí. Sonreía siempre, no dejaba de hacerlo, era la conquista largamente anhelada del trofeo más deseado: mi cuerpo.  Sus manos se ubicaron en el centro de mi abdomen y con una fuerza descomunal abrió mi vestido por la mitad. Mis senos temblaron al son de la tela desgarrándose y a partir de ahí todo fue una vorágine.

En milésimas de segundos sus labios se devoraban los míos. Era una intermitencia entre besos y mordiscos. Mordía duro mi boca y cada presión de sus colmillos se traducía en un gemido mío. Sus manos apretaron violentamente mis senos. También me dolió, pero al mismo tiempo sentí un calor por los costados de mi espalda que rápidamente se trasladó a mi vientre. “Sí, maltrátame, márcame, viólame, no tengas compasión, soy toda tuya”, le dije con morbo. Sin pensarlo, su boca se trasladó hasta mis pezones y aunque sentí miedo, me desencajaba pensar que estaba a punto de arrancármelos. Mis rodillas temblaron y mi espalda se arqueó abruptamente. En ese momento sentí la necesidad de que mi cuerpo se quebrara en pedazos. Mínimos, infinitos pedazos de placer.

Volvió a asfixiar mis senos con sus manos y me vio, sentí que sus ojos me quemaron por dentro. Un hormigueo intenso se apoderó de mi cabeza, se extendió a mi cuello y pronto sentía todo mi cuerpo entre dormido y despierto. Bajó hasta mi abdomen y ante la inminencia de lo que iba a hacer, sin haber empezado volví a gemir. “¿Cómo es que me vuelves tan loca, coño? ¡Qué rico todo lo que siento!”, exclamé ya sin la más mínima gota de pudor.

Su lengua fue el cincel que abrió y moldeó mi cuerpo en una escultura perfecta de locura. Así como en la noche profunda, cuando la penumbra que surca el firmamento se ve trasgredida por múltiples destellos de una tormenta eléctrica…así sentía mi piel por fuera y por dentro. Pequeñas y vertiginosas punzadas me recorrían desde los pies hasta los párpados. Intenté aferrarme a la sábana pero no podía abrir mis manos, acalambradas ya de la descarga eléctrica.

Su lengua era un látigo que me sometía a incesantes azotes. En mi clítoris, en mis labios, adentro, afuera. En pocos segundos sus dedos acompañaron ese vaivén dentro de mí. No sé si me excitaba más el dolor que me hacía sentir cuando tocaban fondo, o el sonido de mi caudalosa humedad chocando contra su piel. Ya no podía gemir, mis labios se habían dormido y solo podía alternar entre suspiros y profundas exhalaciones. Quería arrancarme la piel con las uñas, pero ya mis manos no respondían. Tampoco entendía al termostato desquiciado de mi cuerpo: mi pecho ardía infernalmente, mis manos sudaban, mis pies al sur estaban congelados. Ya era imposible tensar mi columna, arqueada al punto que pensé que me iba a partir en dos.

La velocidad de sus dedos y su lengua era frenética. Los párpados me dolían de la presión que ejercía en ellos. Perdía el control de mi boca que se abría y cerraba aleatoriamente. Y entonces llegó la implosión, el éxtasis, la cúspide, el imponente rayo que en medio de la noche alumbra todo alrededor: mi cuerpo tembló en su totalidad sin control alguno, mi espalda volvió a distenderse, mis manos golpeaban sin parar la cama, casi convulsionaba, todo mi rostro se durmió…

Y aquí estoy sentada, Guillermo, pensando que esa tormenta eléctrica que sentí esa noche tú jamás me hiciste sentirla en 10 años de matrimonio…lo siento, tengo que irme. Te dejo todo, no quiero pelear por ninguna pertenencia. Ahora la única pertenencia que me importa es el placer que finalmente es mío y que me lo dio ella, tu hermana. Más nunca nos verás…hasta siempre.

Irene detuvo su larga reflexión. Cerró el sobre y lo dejó sobre la mesa central de la sala. Tomó su equipaje y salió del apartamento para siempre.

8 feb 2012

Estela en la penumbra

Él era la única razón para ir a esa clase. Él y solo él. Los demás protocolos de la sociedad que señalan que no eres nadie sin un título se diluyen entre sus labios cuando está ahí, impartiendo su clase. Tan inteligente, tan articulado, tan sereno. Tan él, mi profesor Nicolás. Pero si había algo que sublimaba hasta el más trágico de mis días era su perfume. Así, cuando pasaba al lado mío y me dejaba su estela de Hugo Boss, moría y volvía a nacer. Así, así de fácil.

Esa devoción –que no era nada académica- me hacía sortear cualquier obstáculo de esta urbe hipertensa. Llegar temprano y sentarme en ese primer pupitre era mandamiento. Pero ese día el destino, Dios, el universo, la fortuna o como ustedes plazcan llamarlo, me hizo llegar tarde. Sí claro, había una razón para ello.

Me extrañó no oír su voz desde el pasillo. Mis tacones repicaban en el eco eterno de las paredes mientras me apresuraba al salón. Entro por la puerta trasera y todo está oscuro. Allá al frente se ve un video. Ese día el profesor nos proyectaba un documental para enseñarnos no sé qué. Me senté en el último pupitre, la oposición diametral de mi asiento ese día sería mi perdición. Unos segundos después soltaría mi primer suspiro. No podía ver, en realidad, pero pude identificar su aroma pasar por mi lado. Se paró detrás de mí para velar que todos prestáramos atención.

La lentitud del documental, el aire acondicionado, el cansancio acumulado. Y mis párpados empezaron a flaquear. No sé si empecé a cabecear, pero eso rápidamente cambió cuando sentí un fuerte apretón en mi hombro izquierdo. Me asusté, pensé que Nicolás me iba a regañar. Cuando intenté voltear, otra mano firme sostuvo mi nuca. Un leve susurro en mi oído: “Sshh, solo cierra los ojos”.

Oscuridad total. Solo dos cosas habían ahí. Dos manos que empezaron a recorrerme y su estela en la penumbra. Estaba embriagada con su perfume. ¿Será que notó mi eterna cara de zorra en clase? ¿Será  que vio como me mordía los labios cuando se arremangaba la camisa? ¿Será que…? Pero entonces mis párpados se tensaron e interrumpieron mis pensamientos. Sus dedos, que habían empezado en mis hombros, rozaron mis senos sobre esa mínima blusita, llegaron a mis rodillas y se devolvieron, hasta el borde de mi minifalda. De súbito esas manos firmes abrieron mis piernas. Su mano izquierda se adentró en el precipicio de mis muslos y cuando tocó mi clítoris descubierto volvió a susurrarme: “¡Oh! Qué zorra eres”. La sutileza del murmullo escondía el timbre grueso de su voz, pero en ese momento me importaban más sus manos. Prosiguió. Cerré mis ojos de nuevo. Mordí mis labios sonriendo.

Su mano derecha subió por dentro de mi camisa y empezó a magrear mis senos. Era Nicolás, eran sus manos firmes, era su aroma. Sí, lo acepto, iba a su clase sin ropa interior. Sí lo acepto, iba en minifalda. Sí lo acepto, quería que me violara ahí en su escritorio. Pero la realidad terminó superando a la fantasía: todos estaban ahí, absortos, siendo testigos ciegos de mi propio placer. Sí, lo acepto, no tardé ni cinco segundos en mojarme. Sus dedos eran mi delirio, verlos siempre cómo agarraban el marcador en la pizarra. Ahora ahí, entre mis labios, resbalando por mis fluidos, apretando mi clítoris, apretando mis pezones, volviéndome loca.

Primero fue su dedo índice, e inmediatamente después se le sumó el dedo medio. Cuando los sentí en lo más profundo de mí, apreté mis labios. Su otra mano lo notó y me tapó la boca. Sus dedos empezaron a penetrarme como ningunos nunca lo habían hecho antes. Empecé a respirar aceleradamente, pero tratando de que nadie oyera. Era como estar en una cápsula de placer. Están ahí, pero nadie te ve, nadie te oye. Mi espalda se arqueó. El orgasmo no suele llegar tan fácil a mí, pero él era mi perdición. Apenas eso ocurrió puso en mis labios el costado de su mano. Entendí y la mordí. Así no gritaría.

Mis dientes se posaron en su piel. Mis manos apretaron los bordes del pupitre. Mi mandíbula apretó ligeramente su mano. Los dedos de mis pies se cerraron de golpe. Mis dientes se afincaron más. Un leve temblor recorrió mis muslos. Sus dedos me penetraban sin parar, empapados, lubricados, bañados de mí. Si apretaba un poco más mis párpados probablemente los borraba de mi rostro. Mis dientes cercenaban su piel. Apreté más mis manos sobre el pupitre. Sus dedos aumentaron la velocidad. Un tercer y último susurro: “acaba para mí, perra”. Y esas fueron las palabras mágicas. Todo mi cuerpo tembló. Mis ojos se abrían, se cerraban, se volvían a abrir. Me dolían las manos apretadas contra la madera. Cerré mis piernas, pero ya su mano izquierda no estaba entre mis muslos, tampoco en mi boca. Tiritaba, desde la planta del pie hasta el último cabello. Un orgasmo infinito recorría mi espina dorsal. No podía enderezar mi espalda. ¡Dios! Este hombre es mi perdición.

Pero abruptamente tuve que componerme. El documental terminó, la luz se prendió y su voz seca volvió a dominar el recinto: “lo que acabamos de ver es una muestra de…” Y ahí, ahí, tratando de contener mi cuerpo, fue cuando el placer se mezcló con el pánico. Él no estaba parado detrás de mí. No había nadie ahí detrás de mí. ¿Me quedé dormida?, ¿estaba alucinando? Lo deseo, sí, pero no para volverme así de loca. Empecé a recoger mis cosas. Todos empezaron a salir. Estaba atónita, no entendía qué me había ocurrido. Cuando volví a sentir pasar la estela de Hugo Boss por mi lado, pero no era Nicolás. Volteé a la entrada del salón. Ahí estaba Cecilia, la que me pretendía desde el primer día. Pero no, yo no soy lesbiana. No me gustan las mujeres. Me miró con desenfado. Olfateó con perversión sus dedos índice y medio, sonrió con maldad y se los chupó completos. Me picó el ojo y salió del salón.

30 sept 2011

Hambre de ti


Si había algo que definía la relación entre Adrián y Marcela era su amor por la comida. No en vano se conocieron en una feria gastronómica internacional, donde sus paladares, extasiados por la diversidad de sabores que percibían ese día, fueron distraídos unos escasos segundos por sus ojos. Por sus miradas que, al encuentro, detuvieron el tiempo brevemente para marcar para siempre un vínculo difícil de romper. Solamente el éxtasis que alcanzaban a la hora del sexo podía superar el placer que les provocaba comer. Tanto era así, que cuando comían en público, la gente solía verlos con asombro, tal cual como si estuvieran haciendo el amor desgarradamente frente a los pudorosas miradas de la sociedad.

Por lo que proyectan las apariencias, Marcela no parecía ser una mujer de apetito tan voraz. Su esbelto y bien definido cuerpo daba la impresión de un régimen estricto de ejercicios y dietas inhumanas. Al caminar, era capaz de despertar el morbo hasta de las mujeres, quienes, entre envidia y lujuria, no dejaban de verla. Sin duda alguna, Adrián se sentía orgulloso de tenerla a su lado: su manjar más preciado, el que podía repetir todos los días.

Sin embargo él, sí daba la impresión de ser un hombre de buen comer. Por decirlo de alguna manera. Algo de sobre peso, algo rellenito, algo gordito. “Algo” que Marcela no podía definir, pero que la hacía perder el control y la ataba al punto de la esclavitud a él. Cuando entraba en contacto con ese cuerpo ancho y robusto, su apetito voraz se convertía en la más encarnizada mezcla entre lujuria y gula.

Ese deleite de pecados capitales siempre signó sus encuentros sexuales. Era difícil encontrar un juego que incluyera comida que ellos no hubiesen puesto en práctica. Sin embargo, faltaba uno por jugar.

Adrián había viajado al interior del país. Un nuevo miembro en la familia. Una reunión familiar. Una excusa para comer y beber. Otra excusa para chismear entre consanguíneos. Y Marcela que no pudo acompañarlo porque tenía guardia ese fin de semana. Pero el aburrimiento rápidamente se convertiría en expectativa: no solamente venía la hora de la comida –y vaya que la tía Maira cocinaba muy bien- sino que un nuevo sabor transportó a Adrián a la piel desnuda de su mujer. No dudó en llamarla: “Mi cielo, no tienes ni idea de lo buena que está esta salsa que preparó mi tía para la carne. No pude pensar en otra cosa sino en mi lengua saboreándola entre tus jugos”. Marcela inmediatamente se mojó. Un leve temblor sacudió sus rodillas. Un disimulado mordisco apretó sus labios. “Tráela, y cuando llegues me comes completica”. Los ojos de Adrián se tornaron incendio. “Por supuesto mi cielo, no quedará ni un bocado de ti”.

El domingo en la noche, al Adrián entrar al apartamento, encontró a Marcela en la mesa leyendo. Con una franelilla blanca que dejaba ver la perfección de sus senos, un pantaloncito muy corto por donde se asomaban sus nalgas y los siempre presentes lentes de pasta negra. Ella sonrió con dulzura al ver a su novio. Pero él venía como un animal en celo, cegado por el deseo.

Jaló por un brazo a Marcela y la sentó sobre la mesa. Salvajemente rompió la delgada tela blanca que la tapaba y se lanzó en besos y mordiscos sobre sus senos. Marcela siguió sonriendo, pero esta vez con morbo. “Así me gusta, que te comas a tu hembra”, lanzaba ella entre gemidos. Con la misma furia cayeron rotos sus pantalones y poco a poco la saliva de Adrián se confundiría con la humedad y el sudor de ella, ya entregada por completo al calor del momento. “Cógeme ya, mi amor. Hazme tuya. Deja de jugar”.

Adrián la jaló con una fuerza sobrehumana por su larga cabellera castaña y con la misma violencia la arrojó al piso. No pudo evitar llorar. Tampoco pudo evitar gemir. Marcela disfrutaba ser maltratada por su hombre. Rápidamente Adrián se desnudó y sacó del bolso el frasco donde traía la salsa que lo llenó de éxtasis y lujuria. La dejó a su alcance. Se abalanzó sobre ella, acostada boca abajo en el piso con las piernas cerradas y la penetró sin miramientos. Nuevamente se mordió los labios y empezó a jadear compulsivamente. “Así. Así. Así”, decía al compás de cada embestida. Inmediatamente sintió un hilo frío y espeso que recorría su espalda. Desde lo alto, Adrián sostenía el frasco inclinado, desde el cual caía el aderezo de la lascivia. Con un dedo tomó un poco de salsa de esa espalda lisa y perfecta y lo llevó a la boca de ella. Marcela sintió su primer orgasmo instantáneamente. En su clítoris. En su paladar. Jamás había saboreado una salsa tan exquisita. Y ella era el plato principal. El segundo orgasmo vino cuando la lengua áspera y tosca de Adrián comenzó a recorrer su piel.

El cuerpo de Marcela se había convertido en un cúmulo de contracciones consecutivas. Estaba sintiendo más placer que nunca. Adrián también. Sus jadeos se convirtieron en bufidos salvajes. Los bufidos en gruñidos. Sentía que iba a explotar de lo duro que estaba. Su excitación se convirtió en hambre. Y ese recorrido pecaminoso de su lengua se transformó en un mordisco. Sus dientes apretaron su piel con deseo hasta que finalmente empezaron a desgarrarla. “¿Adrián qué estás haciendo? ¡Para! ¡Me duele!”. Ya no era él, era una bestia hambrienta. Ya no era ella, era su presa. Y ese fue el primer pedazo de piel que terminó en su boca. Seguía penetrándola. Marcela empezó a llorar y, aunque no dejaba de sentir placer, empezó a suplicarle que se detuviera. Intentó voltearse pero recibió un fuerte golpe en la nuca. Dos. Y tres. Cayó desmayada.

Su conciencia iba y venía. Entre flashes y apagones de conciencia veía a Adrián mientras devoraba su cuerpo –literalmente y no tanto-. Su sonrisa estaba bañada en sangre y de momentos podía apreciar cómo arrancaba su piel y la saboreaba entre sus labios. Ya no sentía dolor. Casi no podía moverse. Estaba a punto de perder el sentido nuevamente cuando pudo oír el último gemido de Adrián. Acabó dentro de ella y todo se volvió oscuridad…

Es lunes y Adrián llega a su casa para almorzar. Suena el timbre. Es la mamá de Marcela. Entra y no se detiene en halagos a su yerno por el seductor olor de la comida que prepara. Sirve un poco para ella, acompañado de la famosa salsa de la tía Maira.

-          Hijo, esta es la carne más divina que he probado en mi vida- murmuraba la tía entre gemidos de éxtasis al masticar.

-          Sí suegra. Puedo decir, además, que esta presa la cacé, la maté y la preparé con mis propias manos.

-          Qué lástima que Marcela no esté aquí para probarla con nosotros – replicó su madre, extasiada en el sabor de su propia sangre.

20 ago 2011

Tentación rota


           -          ¡Ricardito espérame! Ven acá, necesito que me hagas un favor.

Tan solo escuchar esa suave y femenina voz, Ricardo olvidó qué iba a hacer y para dónde iba. Ella siempre fue la fantasía platónica de su vida. Angélica, una de sus primas más cercanas, pero además la mujer más bella que habían visto sus ojos adolescentes. Volteó, mientras ella a paso rápido lo alcanzaba en ese pasillo. Mesoneros iban y venían. Allá, del otro lado se oía la música a todo volumen mientras toda la familia celebraba a todo dar. Entre tanto ajetreo, los ojos de Ricardo solo se concentraban en tres puntos de su prima: sus ojos castaños, su pronunciado busto asomándose por el vestido y sus pies entaconados. Sintió una helada gota de sudor recorriendo su espalda.

-          S…s…sí, dime prima, ¿qué necesitas?

Ricardo tartamudeó al tenerla tan cerca, pero no había otra alternativa, la música tan alta hacía que le hablara al oído para que pudiera escucharla. Lo tomó de la mano y se lo llevó al final del pasillo mientras le explicaba qué necesitaba. Él no la oía y el falso intento de leerle los labios entre el ruido solo era la excusa para saborear sus labios carnosos con su mirada. Llegaron a un pequeño depósito lleno de cajas de vino, champaña y whiskey. Angélica cerró la puerta y toda la alharaca quedó afuera. Solo había silencio, olor a cartón, un tenue bombillo colgante y ellos dos. El corazón del joven Ricardo latía mil veces por segundo. Angélica se le acercó. Dos mil por segundo. Se inclinó sobre él. Tres mil por segundo.

-          Necesito llevar dos cajas de esta champaña para la nevera que está en la cocina del salón – murmuró mientras señalaba la caja que estaba detrás de él- yo lo intenté sola y casi me quedo desnuda saliendo de aquí, ¿ves? – reiteró mientras señalaba sus senos al borde del precipicio-.

La erección de Ricardo fue instantánea. Una sonrisa en demasía nerviosa y manos frías. “Está…está bien pri...prima. Yo hago lo que tú digas”. En el rostro de ella se dibujó una sonrisa perversa, morbosa, mientras posaba un dedo sobre el pecho de su joven primo. “¿Sí?, ¿lo que yo diga?, lo que no entiendo es por qué estás tan nervioso. Ni que te hubiese traído aquí para hacerte algo malo”. La tersa mano de ella se posó sobre su rostro lo que, como un interruptor, hizo que se le escaparan esas tímidas palabras a Ricardo. Las dijo muy suave, pero entre tanto silencio y privacidad fue inevitable que Angélica las oyera.

-          ¡¿Ah sí?! ¿”ojalá que sí”, dices? Mira, que no sabía que mi primito me tenía ganas –apretó su rostro y acercó sus labios a los de él, solo los rozó-.

-          Tú…tú sabes que s…sí prima. Por eso me estás provocando.

-          ¡Qué tierno cómo tartamudeas! ¿Te pongo nervioso mi cielo? ¿Y cómo dices que yo te estoy provocando? ¿Tú no respetas a tus mayores? 

E inmediatamente Ricardo sintió el sabor a frambuesa del brillo de los labios de Angélica. Cerró los ojos y de solo tocar su lengua, suspiró profundamente. Tantos años esperando, tantos años fantaseando, tantos años espiando, tantos años masturbándose. Tantos años resumidos en un suspiro, en el sudor de su espalda y en sus manos que se posaron sobre su cintura y la acercaron a él. Ese beso fue el súmmum de todos los placeres reprimidos. Fue la ruptura del dique que contiene las prohibiciones infinitas.

Las manos de Ricardo bajaron el cierre de su vestido. Angélica se zafó rápidamente de su vestido mientras él la alejaba un paso para admirar sus tetas. Sus ojos brillaban de lujuria e incredulidad. Ella de solo sentir cómo la veía se mojó por completo. “No te imaginas cuántos años llevó soñando con esto”, murmuró mientras sus labios se dirigían al encuentro de esos senos perfectos. Los besó, los lamió, los mordió, los amasó y ella gimió en silencio y en bullicio al mismo tiempo. Sus almas hacían catarsis y sus corazones era pura actividad sísmica.

La prima deseada se alejó de su pequeño primo. Bajó sus pantys, le dio la espalda, subió su extensa falda y se apoyo sobre otras cajas. “No tenemos mucho tiempo primito, pero tenemos el tiempo suficiente para que me hag…”, Angélica no terminó de hablar cuando ya Ricardo había sacado su miembro lleno de ansias y la había penetrado. “¡Primo!”, gimió ella sorprendida e invadida de placer a medida que su pequeño primo empezó a embestirla con fuerza, con anhelo, con hambre. Ella sonrió de placer y se entregó por completo al tabú.

Cada embestida de Ricardo era más violenta. A medida que la hacía suya, lleno de morbo y lujuria, la sujetó por el cabello con fuerza mientras le gritó: “así querías que te cogiera ¿verdad? Tú también lo querías”. Ella se sorprendió por la pasión desatada de Ricardo. “Primo ¡por favor!, ¿tú no respetas? Ahora tratándome como si fuera una perra”. Ricardo sonrió nuevamente y le  susurró “eres una perra ¿cómo esperas que te trate?”. Al mismo tiempo que oía estas palabras las embestidas se convirtieron en estallido, en contracciones simultáneas, en palpitaciones de infarto. “Eso, ¡eso!, acábame adentro. Lléname de ti”. 

Eternos segundos de reposo antes de que ambos se reincorporaran. Entre jadeos y sonrisas maliciosas. Entre miradas y besos prohibidos. “¿No te da pena ah? ¿Y ahora con qué cara ves a tu tío Gonzalo?”, le dijo Angélica mientras besaba y acariciaba sin parar a su primito. Ricardo la vio fijamente a los ojos “¿Y tú, zorra? ¿Con qué cara ves ahora a tu marido en su noche de bodas?”. Los dos se rieron profusamente. Angélica abrió la puerta, mientras Ricardo cargaba las dos cajas. Él se dirigió a la cocina mientras ella buscaba a su esposo, allá, del otro lado del salón de fiesta, donde la familia en pleno celebraba la boda Gómez – Valenzuela.

16 ago 2011

Reflejo empañado


La angustia, la incertidumbre, la molestia, la impotencia. En realidad ya no podía sentir nada de eso. Era normal y costumbre. Eran las 6 de la tarde y un apagón dejó a Gabriela y unas ¿300? personas más, encerradas en ese vagón del Metro a mitad de camino entre La Hoyada y Capitolio. Costumbre, sí. Una especie de rebuzno colectivo y una voz septuagenaria al fondo: “qué raro, cuando no es pascua en diciembre”. 

Por los avatares del Metro, Gabriela no pudo elegir dónde ni cómo situarse en el vagón. Quedó parada de frente a la puerta casi con el rostro pegado del vidrio, sin mucha opción de movimiento. El día no podía terminar de empeorar, al parecer. Pero cuando uno cree que fue suficiente, la vida se encarga de demostrar que no es así. Unos minutos antes había tenido una fuerte discusión con su novio. Ella había ido a su oficina porque sabía que tenía que cumplir horas extra y así, solo como le tocaba quedarse en su trabajo, ella fue a visitarlo con uno de sus atuendos más sexy. Pronto tendría que estar de vuelta a su casa, en horario estelar de la ciudad, vestida como la propia zorra y ahora encerrada en un túnel. 

El estupor apenas estaba a punto de empezar. En medio de la oscuridad, el calor y la humedad; una mano dominante la abrazó desde atrás por su abdomen mientras otra mano insolente bajaba rápidamente a su entrepierna y transgredía la barrera de su diminuta panty. Simultáneamente un susurro rozó su oído izquierdo: “Sshh, quédese callada o le va a ir peor”. Gabriela sintió una gran indignación, estaba totalmente dominada y no podía hacer nada, no sabía qué podía ocurrir si gritaba. Pero a decir verdad, venía con ganas frustradas de la oficina de su novio y no quería averiguarlo tampoco. Sintió una onda de calor que subió desde su espalda a su nuca y de ahí hasta su cabeza. Se mordió sus labios.

Unos dedos gruesos y ásperos tomaron por completo los labios de su vagina y los abrió. Gabriela apoyó ambas manos de la puerta del vagón, cerró los ojos y se dejó llevar. No sabía por qué, pero un profundo impulso de lujuria la invadió y ella decidió ceder. Un dedo índice largo se posó sobre su clítoris y empezó a rodearlo. Al principio se sintió un poco incómoda por lo seca que estaba esa mano. Pronto eso cambiaría.

La respiración de Gabriela comenzó a acelerarse. Nadie los veía, pero le costaba mucho mantenerse tranquila y evitar gemir. Rápidamente un caudal de excitación invadió su entrepierna y el roce de esa mano desenfadada se hizo agua. El movimiento circular de sus dedos la estaba desquiciando. Lo único que podía hacer era respirar profundamente, con relativa pausa. Otra voz de una señora a su lado trató de aconsejarla: “Trate de mantener la calma señorita, si respira muy rápido va a hiperventilar y puede desmayarse. Ya vamos a salir de aquí”. Escuchó el amable consejo mientras una mano rugosa se posó sobre su hombro como señal de apoyo. Gabriela en medio de la penumbra sonrió maliciosamente. “Si supiera la doñita”.

Cuando ya su humedad desbordaba por sus muslos, la otra mano bajó e invadió su vagina desde atrás. Otros dos dedos gruesos y ásperos la penetraron violentamente. Ella cerró sus ojos con mucha fuerza, pero no pudo evitar soltar el último segundo de un gemido que debió ser alarido. La señora insistió “ay muchachita no le vaya a dar algo aquí. Quédese tranquila, ya vamos a salir de esta”. Al compás de ese comentario se escuchó una corta y disimulada risa de un hombre. Gabriela y el hombre que la masturbaba se burlaban de todos mientras gozaban.

Al compás de una penetración manual y un roce cada vez más acelerado, la respiración de ella, víctima y a la vez cómplice, se iba desbordando. Una mínima blusa era levemente estirada por sus dos rosados pezones, erectos al borde del éxtasis. El calor típico de esos apagones subterráneos se sumaba al calor que exhalaba su cuerpo. El sudor empezó a correr rápidamente por su piel. Entre sus muslos ya no se distinguía qué era transpiración y qué era lubricación. De repente la mano de su agresor dio un pequeño giro y pudo sentir cómo sus dedos alcanzaron su punto G. Otro leve gemido se escapó de sus labios. Ya le dolía morderse los labios. El orgasmo estaba cada vez más cercano.

Gabriela extendió su mano hacia atrás y apretó el miembro rígido del desconocido. Inclinó su cabeza hacia atrás y le susurró “penétrame”. Él posó sus labios sobre su lóbulo y con otro susurro respondió: “de verdad que eres toda una perra. Lo supe apenas te vi entrando al Metro. Pero no, no te lo mereces. Igual vas a acabar para mí”. Ella sabía que estaba comportándose como una puta y que la trataran como tal elevaba su morbo a cotas infinitas. Esas palabras detonaron su éxtasis y la hicieron estallar en un intenso orgasmo. Otro jadeo se escapó de su boca mientras sus piernas temblaban y las contracciones internas apretaban los dedos del misterioso hombre, que se jactaba mientras sentía a su mujer acabar.

Justo cuando las contracciones iban disminuyendo las luces se encendieron nuevamente y el tren retomó la marcha. Gabriela intentó voltear pero rápidamente un fuerte brazo se posó sobre su nunca bloqueándole el paso. Intentó ver a ese hombre en el reflejo del vidrio, pero estaba copiosamente empañado del aliento de su placer. No podía ver nada. “Estación Capitolio”. Gabriela tuvo que incorporarse, volvía a tomar curso la vorágine subterránea de la capital. Un fuerte empujón la sacó del vagón. Sus piernas, aún temblando, apenas la mantenían en pie. Estaba toda sonrosada y empapada en…cualquier cosa. Rápidamente volteó para tratar de ubicar a ese individuo. Pero el intento fue en vano. Capitolio a las 6 de la tarde no es el lugar adecuado para distraerse ni un segundo. Caminó de nuevo y decidió dirigirse a su casa, llena de intrigas y sensaciones encontradas. Se había entregado a un total desconocido, pero no se sentía culpable por ello. Le hizo sentir uno de los mejores orgasmos de su vida, pero ¿a qué costo?

Apenas entró en su apartamento, lo primero que vio en la oscuridad fue esa intermitente luz roja. Alguien había dejado un mensaje en su contestadora. Le extrañó muchísimo pues hacía mucho tiempo que no veía esa luz encenderse. “Tiene un nuevo mensaje de voz”, e inmediatamente identificó la voz de Fernando, su novio:

-          Mi amor, yo sabía que eras muy perra. Pero nunca imaginé que tanto. Sé que aún estás sintiendo ese orgasmo que te regalé en el metro. Prepárate, esta noche llego a terminar lo que comenzamos en ese vagón.

21 jun 2011

Al borde de la cordura


La noche finalmente había llegado. Dadas las circunstancias, a Armando le había costado mucho tomar esa decisión. Pero se sentía casi seguro de que Marta también quería estar con él. El reconocido siquiatra estaba a punto de trasgredir por primera vez los límites de la ética. Ya a estas alturas no le importaba mucho, se sentía profundamente atraído por Marta, su paciente predilecta, y esa noche la haría suya. Las señales de “la mujer de hielo”, como le decían en la clínica, eran erráticas. Pero muy en el fondo, entre sonrisas y miradas esquivas, entre susurros y caricias accidentales, Armando sentía que Marta quería entregársele. Ahí, en algún lugar de su trastornada personalidad, esa mujer deseaba ser poseída por él.

Así fue y, a decir verdad, no hubo mayor problema. Nadie sospecharía del jefe del departamento de siquiatría. Nadie objetaría que visitara a una paciente en plena madrugada. Nadie objetaría si pedía que los dejaran solos. “Es una prueba que quiero hacer con la paciente Schmidt, necesito estar a solas con ella. A esta hora, fuera del contexto de la consulta”. Una palmada en el hombro del custodio y quedaron solos. Las manos de Armando temblaban mientras empuñaba la llave que abría la habitación de Marta.

Ahí estaba ella, sentada, con la camisa de fuerza abierta y una mirada agresiva y penetrante. Sus ojos incendiados de deseo y rencor. “¿Qué estás haciendo aquí Armando?, ¿a qué viniste?”. Él cerró la gran puerta de acero. No pronunció palabras. Sencillamente la puso de pie, sujetó sus mangas y se acercó para besarla. Cuando Marta intentó reaccionar no pudo, el doctor sujetaba sus brazos a través de la camisa. “Suéltame cochino, desgraciado, maldito. Tú no me vas a poner ni un dedo encima. ¡Cabrón! ¡Suéltame! ¡Te voy a matar!”, gritaba Marta desbocadamente. Armando no prestaba atención. Solo jaló su cabello hacia atrás con fuerza y empezó a besar su cuello. Marta gritaba, gruñía, se retorcía de furia. No quería. Armando la empujó sobre la cama nuevamente, se acostó encima de ella, la ahorcó con fuerza y le propinó una bofetada. “¡Las dos van a ser mías hoy! Tú, la fría y distante y la otra Marta, la que me ama”.  Volvió a besarla, pero esta vez ella correspondió su beso. Había comenzado el juego.

“Mi amor, mi doctor, tengo meses esperando este momento. Te amo con locura. Aquí estoy, soy toda tuya”. Un cambio abrupto de personalidad y Marta ahora bebía de la lujuria de Armando. Rápidamente él soltó su camisa de fuerza y la pequeña camisa blanca fue arrancada con fuerza  por sus varoniles manos. Ahí quedaron al descubierto sus senos, que ahora serían devorados entre mordiscos y lamidas. Marta gemía como si nunca hubiese sido tocada por hombre alguno. Rápidamente se sintió humedecida e invadida por intensos escalofríos. Armando jadeaba, no podía creer lo que estaba haciendo, pero lo estaba haciendo. Se incorporó rápidamente y rompió también su mono. La dejó completamente desnuda. No le importaba el mañana. Ni cómo explicaría eso. Solo quería consumar el deseo que lo carcomía desde meses. Desde aquel fatídico y bendito día que ingresó esa mujer de gélida sonrisa.

Abrió sus piernas, dispuesto a lamer todos los jugos que emanaban de ella. Pero de repente sintió un fuerte empujón, seguido de un intenso puñetazo en su rostro. Armando caía al piso mientras Marta volvía a gritar “te voy a matar degenerado, no voy a dejar que me hagas nada. Te dije que yo no quiero estar contigo. Cerdo. Cerdo. ¡Cerdo! Jamás seré tuya”. Él sabía perfectamente a qué atenerse, conocía con exactitud el trastorno de Marta. La sometió nuevamente, desnuda por completo. Amarró sus manos a la cama con una correa. Abrió nuevamente sus piernas y empezó a comerse su clítoris. Ella seguía gritando a viva voz, infructíferamente. “Cállate puta, nadie te va a oír. Nadie vendrá por ti. Te dije que hoy serías mía. Aquí mando yo, no tú”. A medida que seguía succionando su clítoris, le metió dos dedos. Se deslizaron fácilmente dentro de ella, empapada de deseo y rabia. Solo 5 segundos le tomó separarse de ella para desnudarse. Ahí estaba, su pene totalmente erecto. Duro como una piedra. Apuntando hacia ella. Apenas Marta vio eso, sus piernas temblaron y sintió un vacío en el estómago. Se debatía entre querer y odiar. Armando había sido un represor implacable. Quería erradicar esa parte de su personalidad que, según él, la tenía ahí recluida. “Te lo juro que te voy a matar, cerdo. Apenas te descuides, ¡te mato!”, y la última palabra no pudo ser pronunciada. El eminente doctor le dio tres fuertes cachetadas y de inmediato se lanzó sobre ella. La penetró sin miramientos.

Marta soltó un gemido seco y ausente. Acto seguido susurró al oído de su amante. “Te amo Armando. Sigue haciéndome tuya. No pares. No la oigas a ella. Yo te quiero. Te deseo. Te anhelo. Al fin soy tu mujer, no dejes que nada estropee este momento”. Armando respondió con una sonrisa victoriosa y siguió embistiendo a su paciente. Apretaba sus senos, los mordía, recorría su cuello con la lengua, bajaba sus manos y apretaba sus nalgas. La penetraba como si quisiera partirla por la mitad. Ella empezó a gemir con él, al compás de sus penetraciones. Le pidió que la soltara, pero él no lo hizo. Le pidió que la besara, pero él no lo hizo. Le pidió que acabara dentro de ella, pero tampoco lo hizo. Empezó a cerrar los ojos mientras la embestía cada vez con más ahínco. Marta sentía dolor, pero lujuria y amor a la vez. Estaba perdidamente enamorada. Estaba perdidamente llena de odio. Emociones que iban y venían. Armando sacó su pene, se masturbó y le bañó el cuerpo completo a su paciente. A su mujer. A sus mujeres. Marta volvió a gritar y maldecir a su amante y violador.

Armando parpadeó. Mientras estaba arrodillado frente a ella, con su pene en su mano mientras acababa, parpadeó. Sus párpados tardaron años en abrir y cerrar. Todo se tornó lento y pesado. Su respiración se trancó en su pecho y un fuerte buche de sangre subió por su garganta. Parpadeó. Y apenas abrió los ojos todo volvió a velocidad normal. Dos corpulentos celadores se abalanzaban sobre él. El puño de uno de ellos impactó en su rostro, mientras el otro amarraba sus manos con una correa de cuero. Había logrado acorralar a Marta en un rincón del siquiátrico el tiempo suficiente para violarla. Allí estaba, sometido en el piso, gritando por clemencia. “Yo no hice nada. Yo me porto bien. Lo juré. Yo no la toqué. Yo no hice nada”. Explotó en llanto. Mientras la doctora Marta Schmidt trataba de taparse con lo que quedaba de su ropa magullada. A decir verdad, ya nada importaba. Era irrelevante para él, si había sido el doctor que había poseído a su paciente, o si había sido el paciente que había poseído a su doctora. Armando finalmente había tenido a Marta para él.

6 jun 2011

El regalo perfecto


“Antolinez Guédez, Marco José”.

Se oyó en el parlante el nombre del primer bachiller. Ese orgulloso adolescente que recibía el título que lo acreditaba como adulto. Como responsable de sus actos. Como dueño de su destino. Como un futuro ser productivo de la patria. Allá se aproximaba a la tarima, donde lo más destacado del cuerpo docente del Instituto Educativo Nuestra Señora del Rosario recibía, año a año, a las nuevas generaciones que saldrían de ese colegio a enfrentarse al mundo.

Mientras tanto, a mitad del auditorio se vislumbraba la mirada perdida de Ernesto. Solo estuvo ahí unos breves segundos y luego ya no estuvo más. Lo tenía todo cuidadosamente calculado y sabía que era ese momento, o nunca. De todas formas su apellido era Samán, sería uno de los últimos en ser llamado, entre 150 futuros bachilleres. Sabía que ese día Carolina estaría sola en su oficina, armando la nómina del mes, porque siempre dejaba ese trabajo para última hora. También sabía que ella lo estaría esperando. Su acuerdo era implícito: miradas, sonrisas, leves susurros en cualquier pasillo y una frase que dejo a Ernesto flotando entre las aulas durante los últimos dos meses: “entre todos, el mejor regalo de graduación que recibas va a ser el mío”.

“Balado Pérez, Andreína Coromoto”.

Ya iba por la “B”. No es que quedará poco tiempo, pero el joven Samán debía salir rápido del nerviosismo e ir al otro lado de ese inmenso colegio. Allá estaba ella esperándolo. Haciendo su trabajo, sí, pero ansiosa porque la puerta se abriera y apareciera ese muchachito. Ese que encarnaba el pecado y la tentación de robarle la ingenuidad a un joven que solo era grande de físico, pero carente de experiencia. Ernesto no le había contado nada a nadie. Sabía que ni un alma de esa promoción XXXIV le creería que él, el tímido Samán, había tenido entre sus brazos a Carolina. A la asistente de administración del colegio. A la mujer más deseada y envidiada de toda la institución.

“Carabal Núñez, Antonella Beatriz”.

Ya Ernesto no estaba ahí. Solo quedaría la estela de su perfume al levantarse de súbito y caminar nerviosamente por el patio central hasta las oficinas administrativas. Al abrir la primera puerta ya oiría el tecleo incesante de las prístinas uñas de Carolina. Esas que se clavaban en las espaldas de todos los jóvenes del recinto, en sus incipientes sueños húmedos. Y finalmente dos corazones paralizados al abrirse esa puerta. El tecleo detenido. Ernesto que miraba a Carolina con ansiedad y ella que lo traspasaba con su mirada de plomo. “Al fin llegaste mi amor, pensé que no querías recibir tu regalo”, pronunció ella mientras se levantaba de su silla y se dirigía a él, a la par que iba abriendo su camisa para dejar a la vista dos tetas perfectas, sostenidas levemente por un sostén de encaje blanco. Los ojos de Ernesto si acaso se contuvieron en sus órbitas.

“De Oliveira, José Francisco”.

Los bachilleres seguían pasando uno a uno. Toda la atención estaba centrada en ese acto. Entre tantos muchachos, nadie notaría la silla vacía de Samán Ortega, Ernesto Santiago, hasta bien pasado un rato. Allá, en el otro extremo, caía la toga y el birrete azul, así como incesantes gotas de sudor por todo el cuerpo del bachiller. Podrían pasar mil años y él jamás terminaría de creer que eso le estaba pasando a él. “Uy por poco lo olvido. Tengo mucho tiempo deseando verte desnudo, pero hoy el homenajeado eres tú. Así que siéntate y ve mi cuerpo desnudarse para ti”. La sonrisa de él ya era indeleble a estas alturas. Soltaría su sostén, sin dejarlo caer. Ernesto soñaba desde los 14 años con esos senos siempre asomados, siempre firmes. Pero Carolina se volteó justo cuando la prenda cayó al piso. En su lugar pudo admirar una perfecta espalda morena, adornada por un lujurioso tatuaje en la parte baja. Empezaría a soltarse el jean acompasado de una oscilación hipnótica de caderas. Voltea mientras bate su lisa y castaña cabellera por los aires, apuntando hacia él una sonrisa de satisfacción y poderío. Esa tarde ella mandaba sobre él. Finalmente ese día él llegaría a la hombría, por partida doble.

“Hernández Rojas, Tulio Fernando”.

Él veía a Carolina como una mujer demasiado adulta, pero apenas tenía 27. Aunque no era cualquier cosa: era 10 años mayor. Finalmente se mostró totalmente desnuda ante los ojos desbocados de Ernesto. “¿Te gusta lo que ves?” y él asiente con un gesto casi autista. Se acercó sinuosamente a él, se le sentó encima y empezó a besarlo profusamente. Agarró sus manos y las puso sobre sus senos. “Tócame, manoséame. Todo esto es para ti”.

“Perozo Franco, Giselle Andreína”.

Carolina se paró y le dio la espalda a Ernesto. Admiró ese mínimo cuerpo, pero perfecto. Morena, de piel brillante, con unas nalgas perfecta, con ese provocativo caminar. “¿Qué esperas para terminar de desnudarte? ¿Que digan tu nombre allá en el auditorio? Ven, tómame. Todo esto es para ti”, lo retó mientras se inclinaba sobre el escritorio de la administradora y abría sus piernas, dejando ver la entrada al paraíso. Ese, el centro de todas sus fantasías. Ernesto se desnudó con desespero, mientras Carolina lo miraba de reojo y admiraba ese joven cuerpo, definido, demasiado fresco, demasiado varonil. Y una dotación que la complació bastante. Ernesto se paró detrás de ella, sostuvo su pene rígido y la penetró. Finalmente. Después de fantasear millones de veces con esa pequeña y exuberante morena, era suya. La embistió como si el mundo fuera a acabarse en cinco minutos. De cierta forma era así, pronto lo nombrarían y a como dé lugar tendría que estar en el auditorio de vuelta.

“Ramírez Urbina, Germán Carlos”.

Ernesto volteó a Carolina, la alzó rápidamente y la sentó en el escritorio. Volvió a penetrarla mientras manoseaba sus tetas. Mordía sus labios. Estaba extasiado. Estaba alucinando. Su pene estaba abarrotado de placer. Jamás se había sentido así. Carolina  no paraba de gemir y de verlo lujuriosamente con esos profundos ojos negros. La morena más deseada de ese colegio era de él. Nadie se lo creería. No importaba, él sabía que había estado dentro de ella para nunca más salir. Y ella, dentro de sus fantasías, ahora cumplidas. Ernesto cerró los ojos mientras seguía penetrándola y apretó sus manos alrededor de los senos de ella. Carolina detectó rápidamente la primera contracción y se agachó. Lo masturbó violentamente, viéndolo directo a los ojos. “Así es mi niño, dámela toda anda. Quiero probarte hasta la última gota”. Abrió la boca y no dejó escapar nada. Ernesto exhaló la vida completa. Sonrió la felicidad infinita. Respiró todo el oxígeno del planeta. Era hombre finalmente. 

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago –había llegado su turno.

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago

-          Samán Ortega, Ernesto Santiago – era el tercer llamado del joven - ¿dónde está el bachiller que no sube a la tarima? – increpaba el moderador mientras asomaba la vista hacia las sillas.

“¡Coño Ernesto te están llamando!, ¡reacciona pana!, ¿qué te pasa?”, le gritó casi al oído Virginia, su mejor amiga, mientras lo sacudía por el hombro izquierdo. Ernesto salió de su letargo y volvió al auditorio. Sí, lo planificó todo cautelosamente. Sí, el plan era perfecto, nadie los iba a descubrir. Pero sencillamente se quedó sentado en su silla, atado por los nervios. Él subiría a recibir su título y sería uno más de los que fantasearía por siempre con Carolina. Allá, ella lo esperaba ansiosamente para darse cuenta que nunca vendría. Sumidas en la labor de terminar la nómina, las prístinas uñas de Carolina no se clavarían en la espalda de Ernesto, nunca. Jamás.